- 1 «La religión es el opio del pueblo», Karl MarxPor Javier Sádaba, filósofo
- 2 «Dios ha muerto», Friedrich Nietzsche. Por Manuel Fraijó, filósofo y teólogo
- 3 «Yo soy yo y mis circunstancias», José Ortega y Gasset. Por Manuel Cruz, filósofo y político
- 4 «No se nace mujer, se llega a serlo», Simone de Beauvoir. Por Ana de Miguel Álvarez, filósofa
- 5 «Es justicia y no caridad lo que el mundo necesita», Mary Wollstonecraft. Por Concha Roldán Panadero, Instituto de Filosofía del CSIC
- 6 «Solo sé que no sé nada», Sócrates. Por Fernando Broncano, filósofo
- 7 «El conocimiento es poder», Francis Bacon. Por Alicia García Ruiz, profesora de Filosofía
- 8 «Dos cosas llenan mi ánimo de admiración y respeto: el cielo estrellado sobre mí y la moral que habita en mí», Immanuel Kant. Por Miquel Seguró, doctor en filosofía e investigador
- 9 «Pienso, luego existo», René Descartes. Por Xavier Gimeno, doctor en filosofía
- 10 «El corazón tiene razones que la razón ignora», Pascal. Por Virginia Moratiel, doctora en filosofía
1 «La religión es el opio del pueblo», Karl Marx
Por Javier Sádaba, filósofo
La interpretación que se ha hecho de esta cita del joven Marx (1818-1883) es tan amplia y coincidente que difícil será añadir otra más. Bien es verdad que acostumbra a recordarse que inmediatamente a lo del opio del pueblo añade que es el corazón de un mundo sin corazón. En esa misma línea yo añadiría, antes de nada, que no sabemos a qué religión se refiere Marx, ya que no es lo mismo la cristiana que la budista o la jainista. Es de suponer que señala a la que nos ha tocado culturalmente y, en consecuencia, a la cristiana. Por mi parte, me parece que, tomada en términos muy generales, la religión ha sido y es un refugio al sufrimiento que acumulamos en el mundo.
Si la religión se limitara a ser un bálsamo, una manera poética de mirar al mundo, una ficción que nos ayudara a vivir, poco habría que objetar a la religión. Lo malo es que ese sentimiento crece y cae en manos de instituciones, lo moldean según sus intereses y se alían con los poderes más injustos. Entonces la religión pasa de una emoción a un autoengaño, a un falso consuelo, a poblar de más sinrazones nuestra existencia. Es entonces cuando el opio no solo da placer, sino que envenena.
«No sabemos a qué religión se refiere Marx. Es de suponer que señala a la que nos ha tocado culturalmente, la cristiana». Javier Sádaba
PUBLICIDAD
2 «Dios ha muerto», Friedrich Nietzsche.
Por Manuel Fraijó, filósofo y teólogo
«Dios ha muerto» (F. Nietzsche, La gaya ciencia, n. 125). La constatación de la muerte de Dios ha pasado a ser patrimonio de Nietzsche (1844-1900), aunque no fue el filósofo de Sils María el primero que recurrió a ella. Ya Lutero sentenció: «Cristo ha muerto, Cristo es Dios, por eso Dios ha muerto». Pero lo que en Lutero eran efluvios piadosos –el Reformador nunca dudó de la existencia de Dios–, en Nietzsche y en su loco de la linterna que busca desesperadamente a Dios se convierte en anuncio sobrecogedor. Obviamente, el autor de Más allá del bien y del mal sabía que Dios no era un señor mayor que habría sucumbido a los achaques de la edad. Es más: consideraba, si cabe, más muerto al Dios del Nuevo Testamento que al del Antiguo. Y es que «el viejo Dios» era dinámico, fuerte, amigo de batallas y victorias; en cambio, el Dios cristiano se asemeja a una anciana «a la que ya no obedecen sus piernas»; ha sido víctima de sentimientos tan poco tonificantes como la compasión, la humildad y la solidaridad. Olvidado de los instintos fundamentales, ese Dios ha terminado tomando partido por lo débil, bajo y malogrado.
No hay triunfalismo ni euforia en el anuncio nietzscheano. De hecho, su autor percibió como pocos que, muerto Dios, sonaba la hora del desierto, del vacío total, del nihilismo completo; se esfumaban los valores absolutos y la ley moral universal. Nietzsche acudió a tres impresionantes imágenes para ilustrar las consecuencias del fatal desenlace divino: se vacía el «mar», es decir, ya no podremos saciar nuestra sed de infinitud y trascendencia; se borra el «horizonte» o, lo que es igual, nos quedamos sin referente último para vivir y actuar en la vida; y, por último, el «sol» se separa de la Tierra, es decir, el frío y la oscuridad lo invaden todo, el mundo deja de ser hogar cálido. ¡Noble forma de despedir a un difunto! Nietzsche fue consciente de que la muerte de Dios cambiaba el destino de la historia humana y le quiso dedicar un gran elogio fúnebre. Repetidamente se ha evocado el carácter clarividente, casi profético, de la figura de este genial escritor y filósofo. A lo mejor intuyó que un siglo después de su muerte, en nuestros días, nos íbamos a quedar casi sin mar, sin horizonte, sin sol. Tal vez fue consciente de la notable dificultad que entraña convertir en categorías seculares vinculantes los pilares religiosos de antaño. La transmutación de los valores deseada por Nietzsche siempre será tarea ardua, con linterna y sin linterna.
«No hay triunfalismo ni euforia en el anuncio de Nietzsche. De hecho, percibió como pocos que, muerto Dios, sonaba la hora del desierto, del vacío total». Manuel Fraijó
3 «Yo soy yo y mis circunstancias», José Ortega y Gasset.
Por Manuel Cruz, filósofo y político
Para Ortega y Gasset (1883-1955), las circunstancias («las cosas mudas que están en nuestro próximo derredor») son el cordón umbilical que nos vincula al resto del universo, el punto de partida inevitable en nuestra travesía vital y filosófica. Pero son un punto de partida peculiar, porque nunca alcanzamos a desprendernos de ellas. Cuanto haga el hombre deberá hacerlo en vista de sus circunstancias, que pasan a ser así el medio en el que él inevitablemente se desenvuelve. La realidad circundante «forma la otra mitad de mi persona».
Pero la pregunta que se desprende de las afirmaciones anteriores es: ¿cómo se lleva a cabo la conexión entre ambas mitades? O si se prefiere preguntar esto mismo de otra manera: ¿para qué son medio las circunstancias? Ortega no rehúye la respuesta: son el medio para realizar «el proyecto de existencia que cada cual es». Eso que solemos llamar vida no es otra cosa que el esfuerzo, denodado e inexorable, por el cumplimiento de dicho proyecto por parte de los individuos. Sin que, por cierto, quepa la opción de desentenderse del mundo, tan querida por tantos en nuestros días: «Nuestro ser consiste […] en tener que estar en la circunstancia», de tal manera que cuestionarnos a nosotros mismos comporta hacernos cuestión también de lo que nos rodea y envuelve. Eso que solemos llamar «yo» viene indisolublemente ligado al mundo, entre otras razones porque es tan constructo como él y nosotros hemos sido pieza clave en su construcción.
«Para Ortega, las circunstancias son el cordón umbilical que nos vincula al resto del universo. Cuanto haga el hombre deberá hacerlo en vista de sus circunstancias». Manuel Cruz
4 «No se nace mujer, se llega a serlo», Simone de Beauvoir.
Por Ana de Miguel Álvarez, filósofa
Si hay una frase que condensa y explica la visión feminista de la realidad es esta de Simone de Beauvoir (1908-1986). Lo que se ha denominado «naturaleza femenina» y «naturaleza masculina» son en realidad construcciones históricas y sociales. ¿Quién ha dicho que leer, gobernar y conducir es cosa de hombres? Pues los varones, muchos de ellos filósofos. Sentenciaron que las mujeres por naturaleza no estaban hechas para el estudio y les prohibieron estudiar. Y así con todo, menos fregar y cuidar, en un mundo que ha identificado al ser humano neutral con lo que hacen los varones.
Esta frase no sostiene que el sexo sea construido. Sostiene que lo que se ha llamado naturaleza de las mujeres es en realidad un constructo cultural y normativo que, además, se ha edificado para legitimar su posición subordinada al servicio del proyecto de vida de los hombres.
El feminismo, al extraer las consecuencias de esta frase, ha revolucionado la autoconciencia de la humanidad. La igualdad ontológica tiene consecuencias éticas y políticas. Y una pregunta: ¿cuántos filósofos han leído El segundo sexo? ¿Por qué no se estudia en los manuales de filosofía contemporánea?
PD-Tampoco los varones nacen con un balón de fútbol en la mano.
«De Beauvoir sostiene que lo que se ha llamado naturaleza de las mujeres es en realidad una construcción cultural y normativa para legitimar su posición subordinada frente a los hombres». Ana de Miguel
5 «Es justicia y no caridad lo que el mundo necesita», Mary Wollstonecraft.
Por Concha Roldán Panadero, Instituto de Filosofía del CSIC
En la famosa frase de Mary Wollstonecraft (1759-1797) se dan la mano los valores originarios del republicanismo y del feminismo. Ambos fueron defendidos con ardor por la filósofa inglesa, convencida de que no puede haber gobierno democrático sin virtudes cívicas, ni libertad sin igualdad, una «igualdad real» que incluya también a las mujeres entre las ciudadanas de pleno derecho (y no meras ciudadanas pasivas, como argumentó Kant).
Decir «justicia» es decir «igualdad de derechos», posibilidad de obtener remuneración por el trabajo realizado (¡y poder realizarlo!), dignidad humana… frente al oprobio de recibir el sustento de las manos de otro, dependiendo de una «caridad» voluntaria, antítesis de los verdaderos valores éticos.
En Vindicación de los derechos de la mujer, Wollstonecraft parte de la premisa de que «las mujeres son seres humanos que merecen los mismos derechos fundamentales que los hombres», porque tienen «la misma capacidad para razonar», algo que las teorías tradicionales sobre la inferioridad de las mujeres ponían en duda y que la Revolución Francesa tampoco había sabido conculcar, como criticó Olympe de Gouges en su Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana. Pero la filósofa inglesa había puesto ya sus cimientos ético-políticos republicanos y feministas en Vindicación de los derechos del hombre –escrito contra las Reflexiones sobre la Revolución Francesa del conservador Burke–, donde Wollstonecraft defiende la educación pública como base de la justicia social, lo mismo que otros filósofos políticos de la época como Rousseau o Godwin, solo que ella lo reivindica también explícitamente para las mujeres, esa mitad olvidada del género humano.
«Para Wollstonecraft, decir ‘justicia’ es decir ‘igualdad de derechos’, posibilidad de obtener remuneración por el trabajo (¡y poder realizarlo!), dignidad humana… también para las mujeres». Concha Roldán
6 «Solo sé que no sé nada», Sócrates.
Por Fernando Broncano, filósofo
Esta paradoja atribuida a Sócrates (470-399 a. C.) no está para nada claro que fuera proferida por él. En la Apología, un texto platónico, hay algún indicio en el comienzo del discurso de Sócrates donde podría encontrarse una versión muy débil: «Al retirarme de allí razonaba a solas que yo era más sabio que aquel hombre. Es probable que ni uno ni otro sepamos nada que tenga valor, pero este hombre cree saber; pero este hombre cree saber algo y no lo sabe, en cambio yo, así como en efecto, no sé, tampoco creo saber». Pero unas páginas más allá afirma con orgullo que sí sabe cosas, aunque reconoce no saber otras: «Pero sí sé que es malo y vergonzoso cometer injusticia y desobedecer al que es mejor, sea dios u hombre. En comparación con los males que sé que son males, jamás temeré ni evitaré lo que no sé si es incluso un bien». No es poco saber para alguien de quien se dice que sabe que no sabe nada.
La paradoja, como tal, no es ni más ni menos interesante que otras, como la del mentiroso, por ejemplo («todos los cretenses son mentirosos, dijo el cretense»). Lo interesante de la idea de Sócrates es que pone bajo los focos la importancia del conocimiento de la ignorancia. Preocupados por el conocimiento, no nos percatamos de la importancia que tiene la ignorancia. No es lo malo la ignorancia, sino la ignorancia de la ignorancia, la metaceguera ante cosas que tendríamos que saber. Mucho peor aún es la ignorancia voluntaria, la que mueve a los ojos a mirar hacia otra parte. Y peor aún la ignorancia producida, la que nace de las estructuras sociales como pantallas para no ver los daños que se causan alrededor.
«Lo interesante de la idea atribuida a Sócrates es que pone bajo los focos la importancia del conocimiento de la ignorancia. Lo malo es la ignorancia de la ignorancia». Fernando Broncano
7 «El conocimiento es poder», Francis Bacon.
Por Alicia García Ruiz, profesora de Filosofía
La expresión atribuida a Bacon (1561-1626), en sus Meditationes Sacrae, se encuadra en una época de confianza y optimismo ante la posibilidad de que el conocimiento científico de la naturaleza permitiera manipularla. Esta confianza dio lugar al desarrollo del progreso científico-tecnológico con el que se caracteriza la Edad Moderna. El tipo de poder que proporciona el nuevo método científico es un poder comprendido como acción sobre la naturaleza, aunque como el propio Bacon matiza, lo importante es que dicho conocimiento tiene lugar dentro de la misma, está hecho de y con sus leyes: conocer la naturaleza es plegarse a ella, único modo de poder abrirse paso en su seno.
La fortuna que ha seguido la relación entre conocimiento y poder con el paso de los siglos nos devuelve hoy a una interpretación distinta de «poder», comprendido como dominio, no solo ya de la naturaleza, sino de unos sobre otros. Cambia por tanto la relación entre conocimiento y poder. Aquí nos movemos en un terreno foucaultiano, en el que esta relación tiene una relevancia política fundamental. En los tiempos actuales, en los que el paso del «conocer para actuar» al «saber para dominar» parece casi consumado, preguntarnos hasta qué punto el segundo propósito es hijo del primero y de su idea de progreso, o bien una ruptura y desviación respecto al mismo, es una pregunta tan inquietante como necesaria, de la que se hizo cargo brillantemente, entre otras corrientes, la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt.
«El tipo de poder que proporciona el método científico es un poder comprendido como acción sobre la naturaleza. Para Bacon lo importante es que ese conocimiento tiene lugar dentro de ella misma, con sus leyes: conocer la naturaleza es plegarse a ella». Alicia García Ruiz
8 «Dos cosas llenan mi ánimo de admiración y respeto: el cielo estrellado sobre mí y la moral que habita en mí», Immanuel Kant.
Por Miquel Seguró, doctor en filosofía e investigador
Podríamos decir, sintetizando mucho, que Immanuel Kant (1724-1804) combina dos posiciones fundamentales en su propuesta filosófica: la finitud de la razón humana y el conocimiento de lo que debe hacerse. Esta conocida frase tiene que ver con lo segundo, con la experiencia moral.
La ley moral, o imperativo categórico que rige la vida, se resume para Kant en dos fórmulas: «Obra de tal modo que tu forma de actuar pueda convertirse en ley universal» y considera a la humanidad «tanto en tu persona como en cualquier otra, siempre como fin y nunca simplemente como medio». Se trata, pues, de una ética que no dice qué acciones concretas se ajustan a este principio. ¿Por qué? Porque hacerlo sería negar la autonomía de la voluntad. Ese es para Kant el ejercicio de la libertad por el cual cada individuo descubre la forma en que debe comportarse en cada situación (siempre de acuerdo con este imperativo, claro).
En otra conocida sentencia, el filósofo alemán afirma que no es posible pensar nada que pueda considerarse bueno sin restricción alguna salvo una buena voluntad. Siempre, en cualquier acción, existe el riesgo de la arbitrariedad (hago esto para conseguir esto otro), que es lo que pone en entredicho la experiencia moral. Y esa exigencia de la moral la da, precisamente, la evidencia de la ley moral que se halla en el interior de cada uno de nosotros y nosotras.
El impacto de la ética kantiana en la historia de las ideas ha sido y es enorme, lo que no significa que no pueda cuestionarse. Por ejemplo, ¿qué sucede con aquellas entidades que no entran en la categoría de humanidad (animales, medio ambiente)? O asimismo, ¿esta ley moral es tan objetiva como pretende ser o responde a mecanismos psicológicos y sociales que la relativizan? Unos interrogantes muy actuales y que están en sintonía con la permanente apertura que implica hacer filosofía: el sapere aude! también de Kant, esto es, «atrévete a saber».
«La ley moral para Kant es una ética que no dice qué acciones concretas se ajustan a este principio, porque hacerlo sería negar la autonomía de la voluntad». Miquel Seguró
9 «Pienso, luego existo», René Descartes.
Por Xavier Gimeno, doctor en filosofía
Descartes (1596-1650) es considerado por muchos uno de los padres del racionalismo moderno, esto es, uno de los filósofos que más han contribuido a la rehabilitación del pensamiento y la razón humana. Si bien la idea de que la razón humana es capaz de alcanzar la «verdad» no es nueva –pensemos en Platón–, lo que sí es novedoso es la revisión crítica sobre el método de dar con ella a través de la razón. Este método lo conocemos como método cartesiano.
¿Y qué es eso del método cartesiano? En pocas palabras, se trata de crear un método, camino o guía a través del cual la razón humana es capaz de hallar ciertas verdades de las que sea imposible dudar y que, por tanto, podemos tomar como fundamentales y esenciales. Descartes toma esas verdades esenciales como los cimientos del nuevo edificio del conocimiento humano. Si seguimos el método cartesiano de modo riguroso, lo primero a lo que nos vemos obligados es a dudar absolutamente de todo. Descartes plantea la hipótesis de que, además, tal vez existe un «genio maligno» que, por alguna extraña razón, nos confunda y engañe no solo sobre todo lo que nos rodea, sino también sobre todo aquello que pensamos y damos como cierto y evidente.
Es posible que ese genio maligno nos fuerce a vivir una vida de engaño e ilusión. Y podría ser así… Pensemos en la película Matrix… ¿Quién sabe? A pesar de eso, Descartes descubre algo muy interesante que se le revela como la primera y fundamental verdad de la que no es posible dudar bajo ningún concepto, ni siquiera existiendo ese genio maligno. Esa primera verdad dice lo siguiente: incluso existiendo la posibilidad de dudar absolutamente de todo, y a pesar de que existiera ese genio maligno que nos engañara sin piedad, de lo que no podemos dudar es de que nosotros ¡pensamos! Si pensamos, entonces necesariamente tiene que haber alguien que sea sustento o soporte de dicho pensamiento; alguien o algo en el que se genere ese pensamiento. Ese alguien, por definición, es alguien que de modo indudable ¡existe!
Descartes llega a la conclusión de que, si pensamos –sea lo que sea, aunque sea falso–, tiene que haber alguien o algo que lo piense. Ese alguien soy yo; un yo que, si piensa, necesariamente debe existir… ¡Pienso, luego existo!
«Para Descartes, si pensamos tiene que haber alguien o algo que lo piense. Ese alguien soy yo, un yo que, si piensa, necesariamente debe existir». Xavier Gimeno
10 «El corazón tiene razones que la razón ignora», Pascal.
Por Virginia Moratiel, doctora en filosofía
Esta frase suele utilizarse para justificar una decisión injusta o absurda, fundada en motivos difíciles de explicar por ser subjetivos, como la pasión, el capricho o el deseo, y normalmente se usa en el contexto de cuestiones amorosas. Nada más lejos de la intención de Pascal (1623-1662), quien se refiere con ella a la religión, a fin de limitar el dominio de lo racional en ese campo. Para él existen dos modos de acceder a la verdad: uno es el corazón, una intuición inmediata, que permite comprender directamente –sea por sensibilidad, instinto o sentimiento– tanto los primeros principios como la existencia divina; el otro es la razón, capaz de deducir y argumentar a partir de ellos. Dado que la fe es irracional y, en cierto sentido, incierta, creer no basta. Hay que apostar por Dios, pues su misma infinitud hace que muchas veces se oculte a nuestros ojos debido al carácter finito de toda perspectiva humana.
Pero lo realmente sorprendente es que Pascal llega a estas conclusiones como resultado de la nueva visión científica del universo que él mismo ayudó a crear mediante sus estudios de física y matemática, por ejemplo, sobre el vacío o el cálculo de probabilidades. En un mundo horadado por la nada, sumido en la contingencia y sobrepasado por poderes incomprensibles, el hombre habita inestable entre dos infinitos opuestos: el de grandeza y el de pequeñez. A causa de su debilidad, se parece a una «caña pensante», que fácilmente podría ser aplastada, cuya fuerza y dignidad radican en ser consciente de su situación.
«Esta frase se suele usar en el contexto de temas amorosos. Nada más lejos de la intención de Pascal, quien se refiere con ella a la religión, para limitar el dominio de lo racional en ese campo». Virginia Moratiel
Deja un comentario