Uno de los primeros textos que lee un alumno de filosofía es, con toda probabilidad, la alegoría de la caverna de Platón, en el libro VII de la República. En esa alegoría, un grupo de prisioneros mira embobado las sombras que se reflejan en las paredes de la cueva. Miran las sombras de «figurillas», no de objetos reales, que los titiriteros proyectan sobre las paredes. Los prisioneros, con sus cuellos y piernas encadenados desde que eran niños, nunca han podido girar su cabeza.
La moraleja parece sencilla: nuestras creencias más arraigadas pueden ser falsas (podemos estar mirando sombras de marionetas), por lo que necesitamos aventurarnos a salir de la cueva y enfrentarnos a la luz cegadora, pero verdadera, del sol. Solo entonces, dice Platón, miraremos de frente a las cosas verdaderas.
Mariana Alessandri, filósofa y profesora en la Universidad de Texas Valle del Río Grande, argumenta que, quizá, en lugar de poner la atención en los prisioneros ignorantes, deberíamos desplazar nuestra mirada hacia los titiriteros. En Visión nocturna. Un viaje filosófico a través de las emociones oscuras, Alessandri expone el abuso de la metáfora de la luz, aquella que nos dice que solo cuando salgamos de la oscuridad, epistémica y emocional, podremos alcanzar el verdadero conocimiento y la felicidad. Para ello, nos anima a dudar de la luz y nos propone un sugerente camino que examina alguna de las emociones oscuras que nuestras sociedades luminosas aborrecen.
Los seres iracundos
El otro día hablaba con una amiga sobre su hija, una niña de cinco años a la que su profesora acusaba de no controlar su ira. No es la primera amiga a la que le oigo esto. Mi amiga, con razón, estaba preocupada: ¿estaba criando a una niña iracunda incapaz de controlar sus emociones? Cuando un niño se le cuela en la fila del patio, la hija de mi amiga grita, tiene un volcán en el pecho. ¿Sería mejor que aprendiera a estar callada? ¿Que desde la tierna infancia alguien, una profesora, le enseñara que es mejor estar calladita y no armar jaleo para que no la acusen de iracunda?

Alessandri reivindica el legado de Audre Lorde e insiste en que, quizá, parte de la insistencia social en sofocar la ira, especialmente en el caso de las mujeres, tenga que ver con medidas de disciplinamiento, de normalización, que con un verdadero ejercicio de la virtud.
¿Por qué no deberíamos sentir ira cuando presenciamos y denunciamos una injusticia? Las personas que, sistemáticamente y por condiciones estructurales, son maltratadas, ¿deben expresar su descontento de forma educada, sin una palabra más alta que otra, con una sonrisa y sin incomodar a sus maltratadores? Estamos tan acostumbradas a pedir a los otros —pero, sobre todo, a exigirnos a nosotras mismas que sofoquemos y traguemos esos estados de ánimo— que rara vez hacemos el trabajo de pensar qué nos quieren decir esas emociones oscuras.
Con Audre, Alessandri defiende que la ira, bien canalizada, puede ser una extraordinaria fuente de energía para el progreso y el cambio. También María Lugones sostuvo, desde el pensamiento decolonial, la necesidad de conservar la rabia como una forma de resistencia que puede transformar el mundo. Pero no solo eso, nos advierte Alessandri; incluso cuando la ira no se convierta en herramienta de transformación, es decir, también en aquellas situaciones en las que la ira no consigue articularse comunitariamente como movimiento social para cambiar algo, el simple hecho de sentirla permite conservar la dignidad de los humillados.
Mariana Alessandri cuestiona la metáfora platónica de la luz y reivindica las emociones oscuras, especialmente la ira, como fuentes legítimas de conocimiento, dignidad y transformación, en lugar de síntomas que debamos reprimir o superar para alcanzar la verdad
Somos algo más que seres dolientes
En términos generales, debemos reconocer que socialmente persiste una cierta sospecha hacia aquellos sujetos que expresan su sufrimiento de forma pública. A pesar de todos los avances que se han hecho al respecto, todavía fruncimos el ceño cuando alguien habla demasiado de su dolor. ¿Por qué lo cuenta? ¿Quiere sacar algún tipo de beneficio con esta exposición de su sufrimiento?
En su libro, Alessandri ejemplifica estas cuestiones con varias situaciones en las que todos nos podemos reconocer. ¿Quién no ha perdido a un familiar o amigo y ha escuchado: «Con el tiempo el dolor pasará», «ahora hay que ser fuerte», o esa manida alusión a que «no podemos hundirnos» porque «todo pasa por algo»? En última instancia, todas estas frases hechas aluden a lo mismo: debemos aprender a manejar el dolor, pero, sobre todo, debemos evitar a los otros la penosa situación de tener que hacerse cargo de nuestro sufrimiento.
En la apelación al manejo del dolor entrevemos que lo que está de fondo no es otra cosa que el viejo y conocido imperativo de la felicidad. Si estamos tristes, como explicaba Javier Correa a propósito de Spinoza, debemos ser capaces de «identificar las asociaciones imaginativas que provocan tristeza y recontextualizarlas dentro de un orden causal necesario». Debemos ser capaces, en otras palabras, de manejar el dolor.
Podemos tolerar que los otros se muestren vulnerables durante un tiempo cuando nos parece que tienen motivos suficientes. Por ejemplo, si fallece el padre de un amigo, no le culparemos por llorar y estar triste, más bien, lo consolaremos y estaremos a su lado para mostrarle nuestro apoyo. Sin embargo, si nuestro amigo sigue expresando su duelo cuando han pasado dos años de la muerte de su padre, ¿nos mantendremos tan comprensivos como al inicio?
En estas ocasiones, pareciera que el duelo es una cuestión de plazos, algo que estamos dispuestos a tolerar durante un tiempo —cuanto más breve, mejor—. Celebramos a aquellos que se reponen rápido de los reveses de la vida: nos deslumbran con su afán de superación, con su capacidad para desahogarse y continuar, y, por el contrario, sospechamos de aquellos que parece que tardan más de lo razonable en superar sus traumas.
En su libro, Alessandri reivindica la necesidad de esforzarnos por escuchar a los otros, por vencer las inercias que nos llevan a decir «no pasa nada», «no es para tanto», «es cuestión de tiempo», cuando alguien nos ofrece su amistad y nos confía su vulnerabilidad. Es cierto que la historia del pensamiento occidental regurgita a Séneca cuando pensamos en la muerte y en el duelo posterior, o cuando examinamos cómo debemos tratar a los otros, o , incluso a veces, cómo queremos ser tratados cuando la pena nos azota.
Es difícil olvidar la consolación a Marcia que le escribió Séneca (Ad Marciam de Consolatione), donde le reconocía que era normal llorar a los propios, pero donde también subrayaba que esa normalidad debía hacerse «con moderación». Séneca quiso consolar a Marcia, que había perdido a su hijo, y para hacerlo le puso el ejemplo de Octavia y Livia, hermana y esposa, respectivamente, de Augusto.
Ambas perdieron a un hijo en su juventud, pero mientras que Octavia no consiguió jamás salir del duelo, Livia, «en cuanto lo depositó en la tumba, juntamente con él puso su dolor, no gimiendo más de lo que convenía a una hija de Césares y debía gemir una madre». Séneca le ofrece a Marcia estos dos ejemplos de gestión del sufrimiento y el duelo y le da a elegir entre ellos: ser como Octavia y «odiar la luz» o imitar a la «magnánima Livia, más moderada y tranquila en su dolor».
A pesar de Séneca y su herencia, a pesar de aquellos que han querido deshacerse del sufrimiento, enterrar al muerto y con él nuestro dolor, Alessandri nos recuerda que hubo otros filósofos que defendieron con valentía su sufrimiento. De la mano de Unamuno, Alessandri reivindica que cuando compartimos con alguien nuestro sufrimiento estamos haciendo mucho más que exteriorizar aquello que nos provoca tristeza, le estamos dando «la oportunidad de que nos quieran». Precisamente, en Del sentimiento trágico de la vida, Unamuno puso de relieve la importancia de atender el dolor de los otros para generar comunidad:
«Porque los hombres sólo se aman con amor espiritual cuando han sufrido juntos un mismo dolor, cuando araron durante algún tiempo la tierra pedregosa uncidos al mismo yugo de un dolor común. Entonces se conocieron y se sintieron, y se con-sintieron en su común miseria, se compadecieron y se amaron. Porque amar es compadecer, y si a los cuerpos les une el goce, úneles a las almas la pena».
Con la ayuda de Unamuno y las reflexiones que C. S. Lewis escribió cuando falleció su esposa (Una pena observada, Anagrama), Alessandri nos recuerda que merece la pena defender nuestro dolor no porque allí podamos encontrar algo valioso per se, sino porque nos permite acercarnos a los otros y reconocernos en su dolor.
Alessandri critica el mandato social de gestionar y ocultar el dolor, reivindicando su expresión como acto de vínculo y dignidad. Frente al ideal estoico de moderación, propone abrazar el sufrimiento como vía para el reconocimiento mutuo y la comunidad
Más allá de la depresión y la ansiedad
¿Cada vez más personas sufren depresión y tienen ansiedad? Cada vez, al menos, hablamos más de la depresión y de la ansiedad. Alessandri hace un extraordinario recorrido por la condena de la oscuridad a través de la expulsión de la acedia de la lista de los ocho «pensamientos perversos», convertidos, a partir del siglo VI, en los siete pecados capitales.
La acedia (akêdia) es la tristeza, la angustia, la amargura, dice el diccionario de la RAE, esa tristeza que nos lleva a ser «flojos» o «perezosos», esa tristeza que pesa y que nos impide salir de la cama, esa tristeza que hoy, probablemente, llamaríamos sencillamente depresión. Esta tristeza profunde, sostiene Alessandri, ya no puede ser el resultado de un pecado que el diablo empuje a cometer, sino el producto de una enfermedad inducida por un mal funcionamiento del cerebro. Lo que antes fue pecado, ahora es enfermedad.
Sin embargo, a través de una lectura atenta de la obra de Gloria Anzaldúa, quien sufrió depresión y nos legó algunas de las reflexiones más afiladas en torno a la cuestión del dolor y el agotamiento, Alessandri nos recuerda que no podemos apagar nuestro dolor —o solo podemos hacerlo al enorme coste de no estar vivos—.
«No podemos evitar experimentar dolores y no podemos elegir apagar nuestro dolor: no existe ninguna medicina tan poderosa. solo podemos elegir si utilizar nuestro dolor, cómo hacerlo, y cómo incorporarlo a la narrativa de nuestra vida. He aquí algunas preguntas mejores que podemos hacernos: ¿Qué voy a hacer con mis experiencias de sufrimiento? ¿Qué veo ahora que antes no veía?».
No somos solo nuestro dolor, pero tampoco somos solo cuando él no está presente. En lugar de plantear la relación con el dolor y el sufrimiento como una exclusión —como un «o lo uno o lo otro»—, Alessandri defiende un «no solo, sino también». No solo somos nuestra alegría, sino también nuestros dolores. No solo somos nuestra tristeza, sino también nuestra felicidad.
Nuestras «emociones oscuras», nuestras «pasiones tristes», por decirlo con Spinoza, no pueden ser escondidas, empujadas a un lugar que después cerraremos con llave. La ansiedad, defiende Alessandri, se reúne con eso que Kierkegaard denominó «la infinita posibilidad de poder». Es lógico que la libertad sea aterradora, defiende Alessandri, porque debemos hacernos cargo de nuestras decisiones, de las opciones que tomamos y de sus consecuencias.
Como decía Sartre, «somos sacos andantes de decisiones rechazadas», debemos preguntarnos qué vamos a hacer con el resto de nuestra vida y, como no podía ser de otra forma, algo de vértigo hay en esa pregunta. Sin embargo, esa ansiedad que sentimos cuando debemos responder por esas «decisiones rechazadas», cuando elegimos los caminos que determinarán nuestro futuro, «también es fértil».
Por eso, quizá, conviene ser un poco más transigentes con nuestras «emociones oscuras» y, antes de reprobarlas, aprender a escucharlas. Si es cierto que esas emociones nos alejan de la luz y nos condenan a la oscuridad, y, a la vez, nuestra propia condición, como quería Unamuno, es la de compartir ese dolor, entonces, quizá, deberíamos aprender a mirar en la oscuridad.
Si no podemos deshacernos de la tristeza —lo que no quiere decir que siempre estemos tristes—, si no hay forma de dejar de sentir alguna vez ansiedad —lo que no implica que solo sepamos estar ansiosos—, entonces deberíamos atender a estas emociones y ver qué podemos aprender de ellas. En palabras de Alessandri, si de verdad queremos comprendernos a nosotros y a los otros, quizá debamos empezar a usar gafas de visión nocturna.
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Irene Ortiz Gala (Madrid, 1990) es doctora en Filosofía y Ciencias del Lenguaje y trabaja como profesora de Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid. Sus líneas de investigación se centran en la filosofía del derecho y la filosofía política italiana. Ha realizado estancias de investigación en varias universidades europeas y latinoamericanas. Desde 2022, es la directora filosófica de FILOSOFÍA&CO. Es autora del libro El mito de la ciudadanía (2024).
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